Permitidme el extraño término «lowcostalización» para referirme a un fenómeno que parece ser la nueva realidad social después de que la globalización haya culminado. La filosofía «low cost» aplicada en el mercado significa conseguir un producto a un precio inferior que el del estándar prescindiendo de detalles que no son totalmente necesarios. Así pues, muchos conocimos el término de bajo coste con la aparición de compañías aéreas que ofrecían billetes de avión eliminando servicios que podrían considerarse superfluos. Se eliminaba el reparto de prensa, bebidas y aperitivos de manera gratuíta. Quien lo quiera, que lo pague. Más tarde se trasladó a la facturación de equipaje. Por un módico precio podrá adquirir el servicio.
El bajo coste se ha exportado a otros negocios: ocio, restauración, hoteles, moda… e irremediablemente con la crisis también se ha exportado a otros ámbitos de la vida social. La administración ya hace años que lo aplica cuando externaliza servicios en concursos públicos. A menudo los concursos no los gana la empresa que presenta un proyecto más equilibrado en relación coste-calidad sino aquella que presenta unos costes más reducidos, a expensas de reducir también el servicio. Parece ser que ahora con los recortes que Europa manda necesarios a los países que se sitúan al borde del abismo hace que se deba trabajar más a un coste menor, lo que implica también que se deben recortar «derechos superfluos»: horas de trabajo, indemnizaciones, sueldos… Vaya, primer problema. Los impuestos deben subir, con lo que empieza a no cuadrar la filosofía low-cost. Con el tiempo acabamos pagando más por un peor servicio.
El ciudadano busca el mejor servicio al menor precio, de ahí por ejemplo el auge de los comercio outlet. ¿Nos hemos parado alguna vez a pensar dónde compramos? Hace unos días hablaba con un propietario de una tienda de ropa ubicada en el centro de una ciudad del área metropolitana de Barcelona. Me contaba que antes la ropa que tenía cubría la demanda de un público con un poder adquisitivo medio. Ahora vende ropa de menor calidad dado que unos pantalones tejanos a 35 € ya no se vendían. Ahora los vende a 20 € e incluso en rebajas a 9 €. Explicaba que no lo ha quedado más remedio que adaptarse (como remitiéndose a la teoría de Darwin) para poder sobrevivir aunque también afirmaba que no sabía cuánto tiempo más podría aguantar. Era el último cartucho que quemaba. Pensaba que si no esta estrategia no funcionaba el paso siguiente era bajar la persiana. Él pagaba a su dependienta un salario medio (unos 950 €) pero que ninguna gran firma que tuviera una tienda en una gran superficie pagaba tal sueldo.
Con un panorama así, los sueldos se han convertido también en low-cost. Las reformas laborales impuestas por gobiernos giran entorno a un recorte de derechos del trabajador, con lo que las condiciones también se vuelven de bajo coste. Es curioso que muchos gobiernos anuncian también medidas encaminadas a fomentar a los emprendedores. Es una lástima que la reforma laboral aprobada por Decreto-Ley (también conocida como decretazo) entienda como emprendedor a un joven de 30 años que busca trabajo. Emprender significa iniciar, empezar y aprender. ¿Cómo piensan cambiar el panorama?
Y con este fenómeno la empresa también se echa a la espalda su particular lowcostalización: se le requieres menores costes productivos a la vez que mejorar productividad y reducir los márgenes de beneficio, con lo que cualquier inversión en I+D+I queda reducido a lo anecdótico. Lo más divertido (léase con ironía, por favor) es que el Gobierno de España anunció hace algunos días que pagaría las facturas pendientes de los Ayuntamientos que muchas PYME tenían pendiente de cobro. Eso sí, se priorizaría el pago de aquellas que renunciaran a cobrar los intereses. Como si al resto de los mortales los bancos (sí, esos que en su gran mayoría fueron refinanciados con el FROB, dinero de todos por cierto) nos perdonasen los intereses de préstamos e hipotecas.
Quién sabe si la lowcostalización es el fenómeno inmediatamente posterior a la globalización. Quizá no quedará más remedio que adaptarse para sobrevivir. La incógnita es qué vendrá después.
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Un viejo refrán nos dice que quién olvida su pasado, está condenado a repetirlo. No es una incógnita el siguiente paso.
Amigos y vencinos de nuestra generación, estarán 20 años trabajando, para pagar toda la deuda que arrastran. Mientras firmaban sus hipotécas, lo que hacian eran convertirse en subditos de edad media.
Los afortunados somos aquellos que hemos sido los anticuados que no queríamos una targeta de credito, a los que no nos hemos financiado las vacaciones de un año para otro, y los que nos hemos aguantado las ganas de ir fardando de piso de 50 m2 por 300 mil euros.
¿Crees que un currante con 900 euros puede vivir hoy feliz si no tiene deudas? Yo creo que sí.
Frase del momento:
Desgraciadamente, me siento afortunado.
Saludos desde Madrid.
Estimado Sau, coincido con tus aportaciones y matizo un aspecto: no somos afortunados lo que hemos sido anticuados. Es una cuestión de sentido común, pero ya se sabe que a menudo es el menos común de los sentidos. Lo que ha pasado en este país nos tiene que servir para darnos cuenta que el dinero no debe nublarnos la vista. La felicidad te la da la familia, los amigos, sentirse bien con uno mismo… Y sobre lo que apuntas de fardar, ya sabes que la envidia es deporte nacional. Un abrazo.